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Viento del norte es obra de una escritora de posguerra que comparte geografías con La insolación de Carmen Laforet o Primera memoria de Ana María Matute. Coinciden los lugares-isla donde el tiempo se detiene, la naturaleza invasiva, la infancia y el peso de las tradiciones. No cabe duda que empezar a leerla es reecontrarse también con los pazos de Emilia Pardo Bazán.
En esta isla, que es La Sagreira, cercada por montañas en vez de mar, nace la protagonista, Marcela. Su nacimiento está teñido por el pecado: su padre no la reconoce y su madre la abandona. De ella hereda su pelo rojo, un símbolo maldito. Tras está inmediata orfandad, será acogida por Don Álvaro y cuidada por la vieja Ermitas, ama de la casa, a la que cogeremos cariño desde su primera intervención. Poco control ejercerá sobre esta niña que crece libre, salvaje entre las montañas, ajena al ruido de su nacimiento, a los prejuicios que sobre ella van depositando sus vecinos.
Sin embargo, a medida que se va convirtiendo en adolescente, atenta a las murmuraciones irá reconstruyendo un pasado que la hace sentirse desgraciada. No lo verbalizará, y ese sentimiento irá germinando en su interior hasta convertirla en una muchacha insegura cuya docilidad responde a la creencia de que no vale nada, no tiene nada. El pueblo siempre la mira con recelo, la culpan de los males, del deseo que suscita en los hombres, de la violencia con la que se comportan ante ella. Así crece Marcela en un entorno hostil.
Paralela a su historia corre la del propio don Álvaro y la de sus parientes.